martes, 14 de agosto de 2018

Porqué las terapias de reconversión son tortura


  

De tanto en tanto sale una noticia por redes sobre Elena Lorenzo. Una señora que se autodenomina coach y que promete que se puede ‘dejar atrás la homosexualidad’. Sí: en España en 2018. No hay tampoco que extrañarse demasiado.

Lo que Lorenzo propone no es una ‘terapia de reconversión’; ella lo llama ‘gestión de las emociones’ (que para algo es coach.); y asevera que respeta profundamente a todo ser humano. Con esto quiere decir que si una persona está cómoda y satisfecha como homosexual, adelante, que lo sea, no hay ningún problema. Pero si, por el contrario, la homosexualidad le ‘produce’ ansiedad, infelicidad y otros males, ella puede, mediante un ‘proceso de acompañamiento’, hacer ‘florecer la heterosexualidad’. ¿De dónde viene este discurso? 

Lorenzo rehúye de utilizar en su lenguaje expresiones como ‘curación’ o ‘reconversión’, procesos que para  homosexuales y personas trans* significaban en el pasado desde lobotomías, hasta inyecciones de hormonas que provocaban todo tipo de reacciones, castraciones químicas, o descargas eléctricas y técnicas ‘eméticas’ (que provocaban el vómito) que asociaban el deseo homosexual con el dolor físico. Técnicas de reeducación del deseo mediante la violencia. Algunas de estas torturas a homosexuales, lesbianas y personas trans* se dieron en este país durante el franquismo, y hoy en día se reconocen, y su gravedad no se discute (aunque sigue habiendo ciertas resistencias). Desde el 26 de diciembre de 1978 la homosexualidad no es ilegal en España, y a las personas de sexualidad subalterna o de performance de género no binaria, ya no se nos debía meter en la cárcel por ese motivo, acuñado como “peligrosidad social”.

Ilustres doctores de la época como López Ibor, se quedaron absolutamente perplejos cuando la APA (Asociación Psiquiátrica Americana) decidió retirar la homosexualidad del catálogo de enfermedades mentales en 1973. López Ibor (que sí convivió con el empleo de estas torturas) mostraba su decepción con esta decisión porque  su única intención, según sus propias palabras en un artículo del 74, era "acabar con el sufrimiento de estos seres.” Tras él, otros tantos responsables de torturas a homosexuales y personas trans* durante esta época se refugiaron en la retórica de la compasión como justificación de lo que hicieron. Un argumento de repugnante cinismo del que, por cierto, procede el discurso de Lorenzo.

El 26 de diciembre de 1978 la homosexualidad fue despenalizada. Una urgencia conseguida por el esfuerzo de muchos años de la colectividad organizada por la liberación homosexual, que cambió la vida de muchas personas inmediatamente, ya que pudieron por fin salir de la cárcel. Sin embargo el estigma permaneció (y permanece para muchas subjetividades que fueron catalogadas como ‘peligrosas sociales’) y se nos dejó en un estadio intermedio, en un estadio de no-ilegalidad, pero tampoco de restitución ni de reconocimiento como víctimas de torturas. Quedaba todavía una batalla social por delante que tenía que ver con nuestra enunciación como sujetos, con ser parte equivalente de la ciudadanía, con nuestro lugar en la polis. Un proceso que continúa y que nos sigue preocupando en todo momento, en nuestros activismos, nuestras conexiones, con nuestra familia, nuestro contexto cotidiano: escribimos nuestra identidad todos los días. Y la escritura de nuestras identidades, ya sabemos, está llena de posibles trampas y de los estigmas de la opresión.




Lorenzo no reconvierte, no cura: acompaña. Y lo que hace no está penalizado, y debería estarlo. Debería ser ilegal porque lo que hace sí es tortura. Es tortura señalar sistemáticamente a individuos tradicionalmente oprimidos, y en gran mayoría traumatizados por el estigma y el rechazo, y decirles que lo que debe cambiar en este proceso de daño son ellos y ellas. Que lo que hay que corregir es la homosexualidad. Decir que el estigma, el rechazo y las agresiones las causa la homosexualidad es culpar a las víctimas de esa opresión de la opresión misma. Vincular la homosexualidad con sufrimiento, es opresión; señalar que la homosexualidad provoca infelicidad, es opresión; insistir en que la homosexualidad es fuente de ansiedad, rechazo y dolor, es opresión. Y reproducir esas opresiones y señalar que la víctima es la responsable y que, en última instancia, está en sus manos dejar de ser como es para evitarla, es tortura.

Ese argumento perverso que utilizaba López Ibor, Sabater Tomás y hoy utiliza Elena Lorenzo esconde (de manera bastante torpe, además), solamente odio a la diversidad en general y homofobia en particular. El deseo es múltiple, diverso, extraño, maravilloso, se multiplica, crece y decrece, varía... Nunca debe ser fuente de infelicidad, ni tampoco la identidad. Es objetivo de desprecio por parte de sectores fanáticos, y son sus discursos y prácticas los que incitan al odio, y vinculan a ello la neurosis y la ansiedad. Es tortura causar el daño y señalar a la víctima como responsable de ese daño.

En la web de esta coach podemos encontrar ejemplos de casos, textos sobre hábitos nocivos (como la adicción a la pornografía o la homosexualidad) y enlaces a entrevistas del ex-psicoterapeuta Richard Cohen (quien, por cierto, fue expulsadode forma permanente de la American Counseling Association por violar su código ético). Cohen es autor de libros como Comprender y sanar la homosexualidad, en venta hoy en día en librerías españolas. Por supuesto, está relacionado con los fanáticos ultracatólicos de HazteOir.org y CitzenGo.org que, por desgracia, conocemos muy bien entre otras cosas por el gran apoyo que cuentan para la difusión de sus ideas reaccionarias.

También podemos encontrar en su web entrevistas que Lorenzo ha concedido, en las que expresa que el lobby gay no conseguirá callarla, cuando fue denunciada por la asociación Arcópoli. Es tortura frivolizar con el daño de personas traumatizadas y justificar su uso como opinión o libertad de expresión.



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martes, 1 de mayo de 2018

No eres tú, soy yo. No soy yo, es la biología.

“Por qué los hombres violamos” es el título de una columna de opinión que Víctor Lapuente escribió ayer para el diario El País. Dentro, además, de una sección titulada Claves. Comienza así, como si estuviera dando una respuesta a su propio título: “En parte, por la testosterona, que dificulta nuestro autocontrol. Aun así, con la misma biología, los hombres cometemos hoy menos crímenes que en el pasado. Con una siniestra excepción. Seguimos agrediendo a las mujeres.”

El texto de Lapuente habla de ciencia de forma genérica y utiliza para sus argumentos bases de “biología”, “psicología”, “antropología” y “naturaleza” como si todos y todas compartiésemos un significado único de lo que esos conocimientos albergan. Es un argumentario tramposo y oscuro. En primer lugar porque cada cual, cada lector y lectora, puede colocar en el cajón de lo que Lapuente denomina natural, biológico o antropológico lo que sea, lo que mejor convenga al fin argumental del que quiera convencerse. Él mismo, de hecho, mezcla estos conceptos con ligereza y da lugar a conclusiones extravagantes y ciertamente peligrosas, como siempre que esta práctica se pone en funcionamiento. Pero, ¿por qué peligrosas? Hay muchas razones, yo destaco tres:

A) La biología vino al debate público con función de naturaleza, es decir, a decirnos la última palabra sobre algunos presupuestos humanos. Esto es así (y no de otro modo) porque es lo natural. La naturaleza es estudiada por esa ciencia elástica que es la biología, y sus resultados llegaron en su momento como sustitución de la última palabra divina. Lo incontestable es lo que está así hecho o decidido por Dios. Pues bien, lo mismo es hoy por hoy con los argumentos sostenidos sobre la base determinista de lo natural (de lo cual nos informa la biología). El problema de base es que esa naturaleza es un construcción; es una lectura, es una interpretación humana convencional (y occidental, evidentemente, la que nosotros manejamos). Igual que la idea de Dios. Y de la misma manera que hace unos cuantos cientos de años alguien me hubiera mandado quemar en la plaza del pueblo por cuestionar la idea incuestionable y evidente de Dios, lo natural viene a ocupar ese lugar como un cajón de sastre “científico” donde caben toda suerte de enunciados. No van a quemarnos (de momento) por cuestionar los preceptos que se defienden como naturales y que son  demostrados por la biología, aunque a algunos desde luego no les falten ganas (ahí están los militantes ultracatólicos de Hazte Oír, que no utilizan argumentos divinos, sino que decoran su autobús cisheteronormativo con argumentos “biológicos”).



Y, ¿por qué? Porque lo natural siempre viene a decirnos que hay un patrón estandarizado y que el resto, los que no cumplimos con ese patrón por lo que sea, somos una copia errónea, en el mejor de los casos, o un monstruo antinatural en el peor. Volviendo al caso: No se trata de cuestionar la existencia de la naturaleza, como se cuestiona la existencia de Dios; se trata de replantear críticamente las lecturas ideológicas que se hacen sobre la naturaleza y sus reproducciones, y que además utilizan el nombre de la ciencia para excusar comportamientos y, en este caso, conductas violentas.

B) La naturaleza, que como argumento calla toda otra respuesta, cumple esa función silenciadora que siempre efectúa la última palabra: invisibiliza los razonamientos que están de verdad tratando de llegar al fondo de los problemas sociales. Decir que los varones y las mujeres somos así, de cualquier manera, porque la naturaleza así lo determina, es un argumento que trata de invisibilizar las violencias que siglos y siglos de patriarcado, como sistema social estructurante y totalitario, ha pretendido naturalizar. Porque esa es la clave: la violencia estructural se naturaliza, es decir, se convierte en algo  de siempre, algo casi ya tradicional, que pertenece a la costumbre, y que percibimos como natural. Pero no es así, señor Lapuente, por mucho que usted, sea o no sea consciente de ello, lo pretenda. El patriarcado no es natural, no está en ningún lugar de la naturaleza, y no puede ser estudiado por la biología. El patriarcado es un sistema de opresión cultural, social y política, elementos todos que son exclusivamente humanos. Ni Dios ni la naturaleza tienen nada que ver con nuestra vergonzosa y muy humana forma de hacer política y de convivir en guerra, competitividad y jerarquías entre nosotros y nosotras. “Como advierten los antropólogos, las ratios entre hombres y mujeres determinan las actitudes sexuales de los primeros. Ya sea en la selva amazónica o en las universidades americanas, si los hombres son mayoría, invierten esfuerzos en construir relaciones saludables con las mujeres. Si son minoría, prefieren el sexo esporádico y se vuelven más violentos.” Con esto no quiere decir el autor (ya lo sé: parece lo contrario) que haya que sacar a las mujeres de la esfera pública y política para retornar a estadios (imaginarios) de menor violencia. No. Lapuente quiere decir que hay que educar en la igualdad de género para acabar con esta tiranía biológica testosterónica que nos determina a los hombres a ser violentos.

C) Estos argumentos naturalizan las agresiones, dado que son provocadas por agentes que no podemos cuestionar, son naturales, vienen de base. Y naturalizar las agresiones tras el sempiterno escudo de la biología es invisibilizar y despolitizar las estructuras que provocan y protegen esa violencia. La naturaleza no determina quién es hombre y quién es mujer, y cómo nos comportamos entre nosotros y nosotras, como animales que somos. Ese es un discurso esencialista que dejamos atrás hace años, al menos quienes sabemos que el género es una construcción social, un sistema de opresión y que, por suerte, puede combatirse y cambiarse; como lleva haciendo la lucha feminista desde hace mucho tiempo. El texto argumentativo de Lapuente se corona finalmente con un giro inesperado: los varones no somos otra cosa que las víctimas de esta biología determinista. “La desigualdad de género de un país predice el exceso de muertes masculinas por causas conductuales. El patriarcado es también terrible para la salud de los hombres.” La naturaleza como orden del mundo, vuelve a actuar. La naturaleza convierte al verdugo en víctima en menos de dos líneas. Y en algo más de cuatro párrafos el argumentario de Lapuente ha cruzado y rebasado todos los límites de lo aceptable. ¿Lo peor? Quizá que él mismo está convencido de haber escrito un texto desde el lado de lo correcto.

Esa ceguera de la que el autor hace gala, no es casual ni es, desde luego, natural. Es una ceguera epistémica sostenida y legitimada por un sistema opresivo, patriarcal y esencialmente misógino, que se reinventa con nuevos lenguajes cuando ya no es sostenible el empleo de otros. Los argumentos que justifican o excusan la violencia tienen siempre el mismo origen y la misma voluntad perpetuadora, por más que se disfracen de otra cosa. La buena noticia es que ya sabemos cómo combatirlo, y no vamos a dejar de hacerlo.






sábado, 31 de marzo de 2018

Sobre las historias de vida, la herida y la luz transformadora. "El bebé verde" de Roberta Marrero


El libro El bebé verde comienza con una cita de Nietzsche, “no hablar nunca de sí mismo es una muy refinada hipocresía”

Es muy curioso que cuando nos decidimos muchas veces a hablar sobre nosotros mismos, comenzamos la frase diciendo “yo soy”; y lo tremendamente sugerente de la maravillosa novela gráfica de la artista Roberta Marrero, es que comienza con una incógnita sobre la identidad. Una incógnita que capta toda nuestra atención porque es la incógnita original, no dice “yo soy”, sino “necesito tiempo para saber quién soy”.  La autora con esta frase de inicio, de este viaje que es El bebé verde, comprende que ese “yo soy” va llegando poco a poco, y que se podría entender mejor con un “yo me compongo de”, y así se propone comunicarlo. Es una novela intimista, es una historia de vida. Es un relato que interpela de una manera directa y muy concreta.



A la hora de comenzar a hablar de sí misma, la autora elabora en su novela un mapa compuesto por muchos elementos y, entre ellos, tienen una importancia capital los elementos culturales. Roberta nos explica una verdad esencial sobre la cultura y la identidad, y es que los artefactos culturales (las canciones, los libros, las películas, las estrellas de ficción o no ficción, que componen ese firmamento), son sin duda los vehículos que hacen que nos planteemos preguntas sobre quiénes somos, sobre cómo queremos ser y sobre el mundo en el que estamos viviendo. 

Los elementos de la cultura que nos marcan son aquellos que nos interpelan directamente, que nos hacen cuestionar al mundo y cuestionarnos. Y es tremendamente interesante que Roberta para hablar de sí misma hable en gran medida de esos elementos culturales y esos personajes, héroes y heroínas de la cultura, que supusieron para ella ese compendio de preguntas y respuestas que comenzaban a dibujar su propio camino. 

Habla de sus hadas madrinas, de personas que encarnaban lugares de la cultura que remitían a otra realidad. Es ahí donde se comienza a vislumbrar la dirección de un viaje que en realidad ya había comenzado. Es a través del pop y el punk como referentes madre, que irán después ampliándose, como comienza este viaje.

Roberta no habla del pop como un lugar homogéneo ni homogeneizador, como se pretende entender ahora en algunas ocasiones. No habla del pop como elemento representativo de una cultura popular en el sentido de “producto para una masa homogénea”, sino todo lo contrario. Ella se refiere al pop y al punk como elementos transformadores de la sociedad, como elementos que conducen y transportan personajes y figuras casi mágicas, y que tienen la capacidad de mostrar que otros caminos son posibles, que otras realidades existen y funcionan como pasos fronterizos, como puentes a otros mundos. Estos iconos son también transmisores de un mensaje, crean un vínculo con su sola presencia y con su significado, y nos dicen que, a pesar de lo que esa masa cultural acrítica y violenta pretende hacernos creer, no estamos solos. Nos enseñan a ampliar el imaginario, a ver más allá y a comprender que hay vida en Marte, algo que todas y todos los que de una u otra forma hemos sido el bebé verde, hemos vivido como un oasis en el desierto. 

Esta reflexión que se propone y esta selección maravillosa de elementos que se expone en el libro, sugiere que el hecho de capitalizar el pop y el punk, el hecho de convertirlos en complacientes, el hecho de convertirlos en instrumentos inofensivos,  diciendo “todo es pop, todo es punk”, es una de las estrategias de ese mismo sistema que pretende hacernos invisibles, de ese mismo sistema que pretende desempoderarnos, mantenernos acríticas y apolíticas, y convencernos de que no hay vida en Marte. 

Los iconos, héroes y heroínas, que surgen como aliens en la vida del bebé verde a través de la cultura no son, ni mucho menos, esos pretendidos productos del pop que nos aseguran que van a reproducir que todo siga igual, no. Roberta habla de Boy George como su hada madrina, como la primera imagen reveladora de esas otras realidades que existen, que coexisten en esta. David Bowie, como adalid erotizado de la transición fluida entre las performances del género, de la posibilidad liberadora de la ambigüedad, de la ruptura de esa carcasa; Candy Darling, diosa de la Factory que nos enseñó que ser siempre una misma, cueste lo que cueste, es forma más alta de moralidad, que no importa el precio a pagar. También encontramos a Marlene Dietrich, por supuesto, que representa la sofisticación, la inteligencia y la aseveración de que las mujeres pueden y deben ser lo que quieran ser. Genesis P-Orridge que nos sigue enseñando que el género y el sexo son sólo categorías que pretenden coaccionar y controlar, y que la identidad es algo que trasciende, que fluye y que puede transformarse y escapar a toda convención, a todo control. Y también, como no podía ser de otra manera, los personajes de ficción cobran un protagonismo esencial, desde los Monsters o los Addams, como ejemplos ficcionados del buen amor, hasta el hombre de hojalata como símbolo y estandarte de los corazones rotos; figuras todas que van componiendo ese mapa de estrellas, reflexiones e imaginarios que somos cada una y cada uno al final. 

Roberta reivindica, desde esta experiencia gráfica de su propia historia, la importancia de ese pop transformador del mundo, de ese punk revulsivo que se opone con firmeza a lo establecido, que quiebra la norma impuesta; y presenta estos lugares como lugares de salvación. El pop y el punk como lugares de manos tendidas para todas y todos los que nos hemos sentido perplejos y perdidos en el mundo que nos decía que no íbamos a encajar, en este mundo que nos había fallado.


Y es aquí donde surge la pregunta, ¿por qué este libro interpela de esta manera tan directa y además a lugares tan concretos? Bueno, pues lo hace, desde mi punto de vista, por la elección del lugar desde el que la autora ha decidido hablar, el lugar desde donde nos muestra su mapa de composición, de identidad.


El retrato de Roberta, como decía, es intimista, es una historia de vida íntima, pero la muestra de forma muy abierta: se expone en completa confianza y desde el lugar más vulnerable y a la vez, paradójicamente, el que nos hace más fuertes, que es el reconocimiento de la propia herida. 

Virginie Despentes en el prólogo a “El bebé verde” habla de esa cuestión central sobre la que reflexiona ahora mismo la filosofía, qué es la herida, en qué lugar nos coloca la herida y qué voz nos otorga (además de cómo dialogar a través de ella o cómo escucharla). Y Roberta nos habla, sin hablar, de la herida como territorio. Un territorio creado por ese daño original, fundador, que es al mismo tiempo una brecha por donde entra la luz, donde hay posibilidades de cambio y de movimiento. Es, sobre todo, el lugar más honesto desde el que comenzar el propio discurso, desde el que escribir y hablar; y esta composición nos devuelve, en esta historia de vida, una sensación de enorme fortaleza, de gran confianza. Ocultar la herida es una trampa, y visibilizarla nos hace fuertes, y nos hace fuertes, además, colectivamente.

Roberta habla en su libro sobre la gran diferencia entre una víctima y alguien que está herido, son lugares distintos desde donde hablar. “No es lo mismo”- dice – “reconocer que se ha sido una víctima de violencia, que vivir como una víctima”. Roberta no habla desde el victimismo, sino desde la definitiva autoridad que otorga el reconocimiento de la propia herida. Uno de los elementos que produce la identificación inmediata con el bebé verde es, evidentemente, esa herida fundacional que vertebra la historia. Es el sentirse por imposición, obligatoriamente, fuera del mundo, el no encajar. No encajar por extrañeza propia muchas veces, pero otras, la mayoría, por esa respuesta violenta, agresiva, por no pertenecer a esa norma estandarizada; en este caso, por no pertenecer y reproducir los patrones de género que se emplean, como ya sabemos, de forma coercitiva y represiva. En este entorno, a las que somos verdes, por una u otra razón, el mundo se nos devuelve como un lugar hostil, como un lugar que nunca será seguro, el mundo nos falla. 

Y es aquí, en este punto de la historia de vida, en esa incipiente herida, donde se aparecen esos otros mundos que iluminan ese lugar, que empiezan a llenar de luz esa brecha y lo inundan con nuevas posibilidades. La autora compone su mapa con todos esos estímulos, alza una voz de enorme afectividad y nos tiende, también, la mano. 


Decía que siempre son los artefactos culturales, la música, los libros, las películas... las narrativas culturales son las que plantean a los individuos, las que plantean a la sociedad las preguntas que necesitamos hacernos en cada momento. Las buenas narrativas culturales son las que cuestionan, las interpelan directamente e invitan a reflexionar. Las estrellas que componen el mapa que Roberta cartografía en su novela son las que nos dijeron que todo podía cambiar, que todo podía ser transformado, ser distinto, y que estaba en nuestras manos decidirlo, y que quizá no iba a ser fácil, pero que no era, desde luego, imposible. Estoy seguro (y ya es una realidad) de que El bebé verde, como artefacto cultural, como historia de historias, va a suponer un rayo de luz y una mano tendida para otras y otros verdes, bebés y no tan bebés, que estén también heridas, que estén también heridos, o que, simplemente, necesiten estímulos y tiempo para saber quiénes son. Así que gracias a Roberta por haber alzado esta voz tan poderosa.